Bienvenidas renovadas
Cada vez que el hispanovenezolano Manuel Hernández-Silva (Caracas, 1962) viene a dirigir la Real Filharmonía hay motivo de alegría. Él conoce la fórmula para hacer que la orquesta toque con entusiasmo, y a la vez que ese entusiasmo nunca ensucie el sonido; además siempre propone cosas nuevas, aunque la pieza en atriles sea archiconocida. En esta ocasión, por contra, la obra que abría el cartel –la Sinfonía en Do menor de Edvard Grieg- era primicia en el repertorio de la orquesta; de modo que tampoco le importó ceder el protagonismo de la noche al violinista que actuó en la segunda parte.
En las anónimas notas del programa de mano se cuenta que Grieg, tras la primera audición de la obra, previno a su editor ante cualquier posterior interpretación pública de esta Sinfonía (compuesta a los veinte años de edad). Con buen criterio, no sólo en comparación con lo que vino después, sino porque la partitura merece ser desenpolvada únicamente como curiosidad. Es cierto que Grieg cursó con aprovechamiento sus estudios en Leipzig y que aprendió el oficio escuchando a Schumann y Mendelssohn; pero la obra ni se acerca a la de esos maestros.
Los dos temas del primer tiempo desde luego apuntan maneras del lirismo que conoceremos después, pero sólo las apuntan, en medio de un desarrollo largo, tedioso y repetitivo. Los otros tres movimientos son más concisos, con el único estímulo musical de que el scherzo –algo machacón y ruidoso- se corona con una coda. La pieza fue elección de Hernández-Silva, entre otras cosas porque se ajusta a la plantilla de la Real Filharmonía, y la defendió con convicción (y sudando la gota gorda, pero la orquesta le siguió como un solo hombre), gracias a un pulso rayano en lo milagroso que no dio un solo compás por perdido.
Tampoco el francés Amaury Coeytaux (Burdeos, 1984) debutaba en el Auditorio de Galicia. Y si en ocasiones anteriores no defraudó, esta noche dejó a todo el mundo con la boca abierta. A estas alturas, a cualquier violinista que se atreva con el Concierto de Chaikovski se le da por supuesta una técnica infalible –y Coeytaux no iba a ser la excepción-, pero lo que no es normal –y menos a su edad- es que la exhiba con la madurez y el aplomo de un concertista que sabe ir más allá de la pirotecnia; además, Coeytaux presenta una afinación absolutamente impecable (por algo sirve como concertino en la Orquesta Filarmónica de Radio Francia) y la rara cualidad solista de saber escuchar a la orquesta que le acompaña (ahí está su dedicación también a la música de cámara).
Añádase a ello la naturalidad del fraseo de Coeytaux, y el irresistiblemente dulce sonido de su Guadagnini. Y la personalidad de Hernández-Silva, que no se resigna al papel de comparsa y confronta a la orquesta con el solista en los tres bien diferenciados ambientes de los movimientos de esta pieza: rotundidad y limpieza en el primer tiempo, con una orquesta brillante en sus tutti y con un Coeytaux dando los sobreagudos de la cadencia justo en el centro de la nota; un pianissimo de ensueño por ambas partes en la célebre “Canzonetta”; y un auténtico elogio de la semigarrapatea correteadora en el finale, porque Coeytaux impuso una velocidad por encima del vértigo, pero se escucharon todas y cada una de las notas (también las de los cortes consuetudinarios) tanto en el violín como en la orquesta.
¿Hace falta referir el delirio del público? Pues eso, que vuelvan pronto. Los dos.